Cada febrero el mundo del arte y la cultura se ve sacudida por infinidad de galas de entregas de premios cinematográficos. Tanto a aquel lado del charco como a este. Nuestra temporada de premios es pequeña, pero lleva años de trayectoria. El premio Jose María Forqué, las Medallas del Círculo de Escritores Cinematográficos, los Feroz, los Gaudí…y, para concluir, los que son los más relevantes a nivel mediático: los Premios Goya, otorgados por la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España. Premios que este año cumplían su edición número 43 y que, ya desde sus discutibles nominaciones, venía acompañada de polémica. Presentados en esta ocasión por Andreu Buenafuente y Silvia Abril y celebrados en el fastuoso Palacio de Congresos y Exposiciones de Sevilla, se televisaron por Televisión Española, y los seguí como ya es tradición. Víveres, boli en mano para tachar la quiniela y mejor acompañado que de costumbre, en el año de mi historia vital que más películas había visto de la competición. Me disponía a verla emocionado e intrigado, suponiendo que disfrutaría pero con la sospecha de que la elección de premios otorgados sería una patraña. Y no me equivocaba, pues si durante la gala las entregas fueron relativamente acertadas el colofón fue tan lamentable que basta para arruinar una gala por sí sólo. Un posicionamiento tan clara en pos de mensajes sociales o políticos de integración buenista y paternalista en contra de la calidad intrínseca que muestra que todo lo que falta para nublar la perspectiva de las academias premiadoras y que se tornen ñoñas es tratar temas concretos, independientemente de la calidad de las propias películas.
De antemano cabe destacar que, aunque no necesariamente gracioso, el espectáculo televisivo orquestado por Buenafuente y Abril fue más llevadero y menos insufrible que el de otros años, resultando rauda y nada aburrida para las más de tres horas de emisión. El palacio sevillano era realmente enorme, por lo que las dimensiones y diseño del escenario hicieron que la experiencia fuera para el espectador mucho más atractiva. Lo mejor de la gala fueron las actuaciones musicales, con la simpatía de Amaia al rescate de cualquier problema y el delicioso satélite de la versión de Me quedo contigo de una excelente Rosalía que hace oro todo lo que toca. Y en lo que al reparto de premios se refiere, considerando las absurdas nominaciones, se desarrolló de una manera relativamente justa y lógica. El reino, una de las mejores películas españolas del año, ostentaba 13 nominaciones y se llevó siete cabezones muy merecidos. Aunque demasiadas, fue de agradecer que Carmen y Lola recibiese algunas nominaciones, y considero justo su premio a Dirección Nobel. Aunque se fue de vacío, decisión con la que concuerdo, las ocho nominaciones de Todos lo saben fueron muy acertadas. Las nominaciones técnicas y reconocimientos a la entrañable El hombre que mató a Don Quijote fueron agradecidos, así como el inesperado premio a Susi Sánchez y los reconocimientos a Roma o El silencio de otros.
Por lo demás, fue todo un sinsentido. Ninguna nominación para la estupenda Petra. Aunque Eva Llorach fue merecidamente premiada, nada más cayó en el saco de la muy infravalorada Quién te cantará, ni tan siquiera nominada a película, director o banda sonora. Aunque habría sido sorprendente que se los llevara, la mejor película española del año, Entre dos aguas, se fue de vacío, pero fue condenada a ese destino al ser tan sólo nominada a película y director. No por ser lo que todos pudiéramos esperar deja de ser triste. Y por último lo más relevante y, para este redactor, lo más sangrante: la bonita, humana y divertida pero altamente mediocre Campeones no sólo recibió once nominaciones mereciendo ninguna, sino que además convirtió tres (con el reconocimiento a Jesús Vidal hubiera sido más que suficiente), entre ellas el premio gordo. De reconocer una película que cumple una función social encomiable a que nuestra solidaridad y buenismo blando nos lleve a premiar a una película que, como sus 19 millones de euros recaudados en taquilla prueban, no precisa ya visibilidad alguna, es realmente deplorable. Una decisión tan catastrófica que anula cualquier otra virtud que la gala pudiera tener.
Una edición de premios resuelta con cierta solvencia en el plano televisivo que supone la ocasión perfecta para perder toda esperanza en el criterio de la Academia a la hora de premiar su cine. Sin embargo, soy consciente de que mi cinefilia y adicción me harán seguirla año tras año.