Paterson – La palabra como huida

En 2016, Cine, Críticas by Néstor JuezDeja un comentario

En el maremágnum de glorias fílmicas de Cannes brilló con luz propia Paterson, última de las obras de uno de los autores independientes con más renombre de los últimos treinta años: Jim Jarmusch. Servidor, pese a todo, aún no había sido seducido tras la digestión de algunas de las perlas de su escasa pero aplaudida filmografía. Si bien hallé en Flores rotas una gran película, Bajo el peso de la ley y Sólo los amantes sobreviven me satisficieron sin alborozos, y Los límites del control la recordaré como simpático experimento filmado en tierras matritenses. Pero viendo las excesivas alabanzas y teniendo en cuenta el calibre de las obras que la acompañaban y fueron consideradas menores (benditas obras menores) y que apostaba por una propuesta narrativa sencilla, las cuales vengo disfrutando de manera particular en esta etapa de mi vida, hicieron inevitable que me acercase a la sala de cine con la intención de encadenar el cuarto peliculón en cuatro semanas (tras neones, doncellas y animales). Y abandoné la proyección feliz, habiendo contemplado el pico de este pequeño ciclo. Había visionado una obra sencilla de argumento escueto sustentado en la rutina y en las pocas cosas que en ella suceden, pero que transmite tanto que la transforma de inmediato no sólo en una de las mejores películas del año, y tal vez la mejor de su director.

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Paterson (Adam Driver) es un joven conductor de autobús del mismo nombre de la ciudad norteamericana en la que vive. Lleva una humilde y tranquila vida con su novia (Golshifteh Farahani, una desempleada con pretensiones artísticas relacionadas con combinaciones geométricas del blanco y el negro que hornea sabrosas magdalenas) y con el tiránico Marvin (un ya difunto Nellie entrenado hasta hacer de él una bestia de la interpretación canina), un altivo Bull dog inglés que es el señor de la casa. Día tras día, de lunes a lunes, sigue idéntica rutina: se despierta con el sol a las 06, besa en la cama a su chica, desayuna unos cereales, coge su tartera y se dirige a pie a las antiguas fábricas a coger su autobús. Durante su larga jornada laboral busca pequeños momentos para escribir poesía, la cuál guarda manuscrita en su cuaderno secreto. Cuando cae el sol vuelve a casa, coloca el buzón, pasea a Marvin y finaliza el día en un bar de billar y jazz, dónde conversa con el barman. Una historia de cotidianidad, como la vida misma. Una estructura narrativa rígida y muy bien planteada que ofrece en aquellos matices y detalles diferenciadores que deja fluir su razón de ser. Un relato que triunfa por su descripción de personajes y, ante todo, por su tono. Poesía visual y escrita (hermosos grafismos sobreimpresos en pantalla), en la que el texto, la voz en off de un contenido pero inconmesurable Driver y la música de Carter Logan contraen matrimonio cinematográfico para lograr la armonía suma, en una elegía a la poesía como medio último de liberación y elevación del espíritu, en esta una ciudad ya venerada en poesía por William Carlos Williams, ídolo de Paterson. Y un ejemplo de cómo en las pequeñas maravillas improvisadas del día a día halla el sustento para ser feliz un hombre de vida ascética con el que hasta su perro hace lo que quiere. Un dechado de las más puras emociones que ama demasiado a su caótica mujer cómo para verse afectado por sus delirios. Y que no ansía nada con su poesía, más allá del placer mismo de crear. 

Todos los personajes de la película expresan sus emociones con comedidos gestos, y pocas actividades hay más allá de la reiteración de cotidianidades y puntuales charlas de la trivialidad de la vida accionadas por hieráticos actantes. Pero una ejecución audiovisual elegante y un sentido del humor muy fino, que bebe del encuadre y de la dirección de arte para sustentar el concepto argumental, bien logran que aceptemos el obstáculo pasajero, y progresivamente lo integremos como virtud gracias a la sinceridad y calado del amor que sus personajes transmiten entre sí. Una ruptura de la ortodoxia en pos de captar la belleza del devenir arbitrario de la vida en forma cinematográfica, mediante una narración circular que recoge una evolución personal completa (hipnóticos fundidos con el agua mediante). 

Paterson no nos descubre nada, no fascina con su relato, no desconcierta nuestro intelecto, ni rompe con su realización ni puesta en escena. Pero gracias a su aplastante campechanía y lírica, seguiríamos a Paterson hasta el fin de los tiempos. 8/10

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