Antes de iniciar mi reflexión, resolveré una serie de dudas habituales que surgen siempre que se debate sobre la saga de 007;
¿El mejor tema Bond? Por grandes que sean el Live and Let die de Mccartney y el Goldeneye de Turner, no puede ser sino Goldfinger de Shirley Bassey. ¿La mejor secuencia de créditos? Casino Royale. ¿El mejor Felix Leiter? Obviamente, Jeffrey Wright. ¿El mejor Q? Desmond Llewellyn. Pero la reinterpretación de Whishaw se agradece. ¿La mejor Moneypenny? La Lois Maxwell pre-Moore. Naomie Harris se desenvuelve con soltura. ¿El mejor M? Indudablemente Judi Dench, por mucha solvencia que tenga Fiennes. ¿El mejor Blofeld? Independientemente de la iconicidad de Pleasence, Telly Savalas. ¿El mejor villano? Por mucho que aprecie a Le Chiffre, Max Zorin o Auric Goldfinger, tiene que ser Francisco Scaramanga. ¿El mejor secuaz de villano? Sin olvidar a Oddjob o a Xenia Onatopp, Donald Grant. ¿La mejor chica Bond? Sin olvidar a la notable Diana Rigg, la ganadora indiscutible es la Vesper Lynd de Eva Green. ¿La mejor película Bond? Reivindicando las estupendas 007 al servicio secreto de su majestad y Desde Rusia con amor, la mejor solo puede ser Casino Royale. ¿El mejor Bond? Por mucho empeño que le pusiese Brosnan, el debate se reduce únicamente a Connery y Craig. Y por matices, tono y desarrollo de personaje, además de por una evidente preferencia personal, me decanto por este último. Una vez respondidas, procedo.
Es el de Bond, James Bond, un caso curioso. Es un fenómeno cultural que ha sabido trascender la fuente literaria de la que procede, separándose de ella casi por completo y dando lugar una franquicia genuinamente cinematográfica. Franquicia que persiste gracias a la calidad de su iconografía, la cual hace a la audiencia consentir la, por lo general, baja calidad de sus filmes. Una saga sustentada en temas de otra época que no parece pasar de moda. Una saga que se reinventa constantemente en base a su momento cinematográfico, pero que al mismo tiempo se ve lastrada por una fórmula rígida y conservadora. A la que, por muchos intentos de desvío que se realicen, siempre se retorna.
Tras Dr. No y Desde Rusia con amor el personaje se iba consolidando y los cimientos de la iconografía de la saga se iban conformando. Pero, tanto para bien o para mal, Broccoli decidió que hacer buen cine de espionaje era aburrido, insuficiente, impersonal. Había que diferenciarse de eso, y transformar la saga en una experiencia más disfrutable e hiperbólica. De esta intención nació la (no tan) excelente Goldfinger, la cual asentó para los próximos 53 años la fórmula Bond. Fórmula que ya incluía elementos exagerados, excéntricos y risibles para buscar el espectáculo, pero , en el caso de Goldfinger, no los suficientes para que arruinasen el filme. Esto sin embargo, se incrementó en la tediosa Operación Trueno y sobre todo en la divertida pero exageradamente fantasiosa Sólo se vive dos veces. Y, como en tantas ocasiones futuras, la saga precisó, y tuvo, un necesario giro en otra dirección.
Entonces llegó la dramática y ambiciosa 007 al servicio secreto de su majestad (en la cual sólo fallaba el propio Bond, un efímero Lazenby), maravillosa pero tan diferente a lo establecido que no agradó al aficionado medio. Por lo que no se tardó en volver al chiste, de la mano de un ya muy desganado Connery en esa simpática mamarrachada que es Diamantes para la eternidad.
Con la llegada de Moore se pretendió una vez más volver a las serias raíces literarias del personaje, pero esta vez manteniendo desde el inicio el humor socarrón, de donde surgieron las interesantes Vive y deja morir y El hombre de la pistola de oro. Sin embargo, cómo ya ocurrió con Goldfinger, se estrenó La espía que me amó, otro ejemplo modélico de la fórmula Bond. Ejemplo con todos los elementos arquetípicos pero todos ellos bien medidos para no caer en el desastre. Un desastre que de todos modos se apuntaba, y en el que se cae con todo el equipo con la nefasta Moonraker. Un punto tan bajo a todos los niveles que arrastró a la saga a convertirse en una parodia de sí misma en las tres películas restantes de un terriblemente avejentado Moore, por mucho que estás la mejoraran y con sus altos y bajos intentarán recuperar, sin éxito, la seriedad perdida.
La llegada de Dalton supuso un retorno del Bond asesino, frío y calculador (aunque carente de carisma) de las novelas de Fleming, aunque la fórmula se mantuvo con absoluta cotidianidad en Alta tensión. Pero el deseado cambio se produjo en la excitante Licencia para matar, violenta y sucia película de narcotraficantes que difería en mucho de todo lo anterior. Tanto que, de nuevo, no fue aceptada. De hecho, fue tanto el rechazo recibido que la saga se detuvo durante seis años. Y cuando retornó, fue sin el desafortunado Dalton.
Dicho retorno, aunque se reencontraba con la fórmula, aportaba un enfoque fresco, actualizando las tramas a los nuevos tiempos e integrándola con la tecnología y acción de los 90. Por todo ello, el debut de Brosnan, Goldeneye, fue un éxito considerable. Pero esa frescura se perdió ya en la siguiente entrega, siendo El mañana nunca muere otro ejemplo modélico de ejecución de la fórmula, pero ya terriblemente rutinario. Y a partir de ahí la rutina no hizo sino vulgarizarse hasta llegar al epítome del fracaso con la deleznable Muere otro día, irrisoria patochada que se acercaba a los niveles de Moonraker. Después de esto, como no podía ser de otro modo, la convaleciente saga necesitaba un radical cambio de imagen si quería sobrevivir al nuevo milenio. Y este cambio, por vez primera, no fue solo total, sino memorable.
La saga se decantó por el reinicio absoluto, adaptando la novela primigenia del personaje a la contemporaneidad y ofreciendo un Bond más duro, más frío, más humano, más frágil. De este modo llegó de la mano de Craig la soberbia Casino Royale. Un estimulante ejercicio de reinvención del mito habitado por personajes con historia y una narrativa dramáticamente interesante y coherente. Sin embargo, la decisión de transformar a Bond en un rudo animal de acción conllevaba el inherente riesgo de perder elementos esenciales del personaje. Esto se escenificó plenamente en la olvidable Quantum of Solace, en las que tanta realidad lo llevó a parecer una película Bourne más que Bond. Por tanto, apenas seis años después la saga sufrió un nuevo reinicio, aunque manteniendo a Craig en el personaje. Un reinicio peculiar en tanto supuso no un alejamiento sino un acercamiento diferente a la fórmula, re-interpretándola desde el homenaje y el guiño mientras se la llevaba por otros derroteros. De esta idea surgió un muy interesante pero irregular díptico autoral, emprendido por un cineasta improbable para estas lides: Sam Mendes.
Mendes pareció ser Nolan, pues ambas películas son El caballero oscuro pero protagonizadas por James Bond. Filmes de impecable factura técnica y realizados con una elegancia visual atípica en la saga, cargados con un tono solemne, maduro, grandilocuente y espectacular, además de cierta densidad (y pretenciosidad) dramática. Pero dónde Skyfall satisfacía logrando una experiencia rítmica, disfrutable y gozosa (increíblemente filmadas las escenas de acción y precioso el etalonaje y construcción visual del encuadre) pese a sus errores narrativos, la excesivamente fatua Spectre fracasa en casi todos los niveles. Su excesivo metraje y lento ritmo lastran una cinta carente de acción memorable, plagada de guiños y referencias más o menos acertados y empapada por una grandiosa y aparatosa ampulosidad y fatuidad que no casan con un guión plagado de elementos sesenteros horteras que no maridan ni con el tono de la cinta, ni con la época de estreno. Guión que, por otra parte, hace aguas por todos los lados. De todos modos, el filme fuerza conscientemente el cambio tras este errado retorno a la fórmula, pues es en todo momento una película conclusiva de la etapa de Craig y, en última instancia, de la saga en general.
¿Deberíamos, por tanto, desoír el mensaje de Mendes? El poder de Don Dinero invita a pensar que así se hará, pero tal vez sería un buen momento para plantearnos el devenir de esta saga. Serie que bien podría morir en este , por otra parte, muy correcto punto, pero cuya trascendencia popular impide que así sea, situándonos en un difícil dilema: El lavado de cara vuelve a ser necesario, más que nunca, pero el futuro es incierto. Pues una y otra vez hemos comprobado que esta saga, que lleva años siendo innecesaria y necesaria a la vez, pues tanto nos aporta como nos deja de aportar, es como un pez que se muerde la cola. Saga que pudo perecer hace décadas pero que se antoja inmortal. Inmortalidad en la que se verá obligada una y otra vez a caer en el abismo y renacer con fuerza en un bucle irritante, lastrada por una fórmula a la que debe su éxito e iconicidad, pero que se ha demostrado terriblemente rígida.