En este curso 2021-2022 continuo colaborando con los compañeros de Revista Mutaciones. Esta vez escribo sobre la mayor sorpresa del cine de autor del pasado 2021; ¿Qué vemos cuando miramos al cielo? de Alexandre Koberidze. Disfrutadla:
Oda del meandro
Cuán difícil resulta que emerjan nuevas voces poderosas en un entorno cinematográfico sobrepoblado de vacas sagradas, cineastas consagrados o realizadores avalados de éxito o prestigio gracias a su aún breve pero fructífera filmografía. Incluso cuando hablamos de debutantes, o propuestas de geografías ignotas, estas sorpresas también son relativas, bien por las corrientes estilísticas de las que beben o por las inquietudes de los productores implicados en su realización. De ahí por tanto que fuese especialmente cegador el rayo de luz que golpeó a crítica, público e industria durante el Festival de Berlín del pasado 2021. Una segunda película que además de en aquella Sección Oficial también participó en la competición principal del pasado Festival de Sevilla, yéndose en ambas de vacío pese a haber sido aplaudida por igual. Hablamos de ¿Qué vemos cuando miramos al cielo?, trabajo de Alexandre Koberidze proveniente de una Georgia que atraviesa una década en plena forma en el panorama del cine de autor.
Trabajo singular de extenso metraje que lamentablemente se distribuirá con escasísimas copias a partir del próximo miércoles 5 de enero, por lo que es un privilegio poder descubrirla en una sala de cine. Por lo que a los lectores de la Revista Mutaciones se refiere, creo que tampoco nos hallamos ante el Santo Grial cinematográfico que muchos de mis compañeros proclaman, pero sí ante un título de visionado absolutamente recomendable. Una liviana y emotiva fábula amorosa llena de afecto por lo mundano que traza una gramática cinematográfica viva, coherente y llena de sorpresas.
Una película vitalista, soleada y en paz. Un trabajo fílmico que formula a partir de la propia vida pero que edifica su universo propio, lleno de elementos reconocibles que lo vinculan con el nuestro. Crisol de pocos personajes interactuando durante unos días de verano en una Kutaisi bañada de milagrosa normalidad. Relato líquido y sencillo donde hasta el rasgo mas cotidiano se siente extraordinario. Cuento calmado y juguetón que filma la magia desde lo inesperado en las pequeñas trivialidades, a las cuales impregna de un aura de misterio. Un romántico mosaico que logra que lo arbitrario resulte armónico. Una película que, tanto por su tema como por su tono y sus formas, es cine renovador, ameno e incluso con rasgos didácticos.
De esos trabajos que, si bien cuenta con dos protagonistas y un conflicto definido en su núcleo, sabe que lo importante son aquellos elementos de nuestras vidas que muchos otros cineastas pasan por alto: los perros, los niños, los helados del verano, la ropa tendida, los números pintados…y, sobre todo, sentir la pasión por el fútbol, bien jugándolo en la cancha o siguiendo un partido en la televisión de un bar. Todo personaje es igual de importante, y cada uno de ellos, en diversas secuencias de esta rutina de seguimiento del mundial de fútbol alrededor de la tranquila ciudad, recibirán idéntico foco.
Es una película que se deleita en la fuga, que se agranda en las derivas. Una narración de ramificaciones y círculos permanentes, donde a su vez la cámara nunca se decanta por una única vía de acción. Ora una panorámica lateral, ora un plano detalle, ora un zoom, ora un ralentí…Bien conjugando vías narrativas a través del montaje, bien aunando espacios en un mismo plano. La combinación de heterodoxos tamaños de plano (conversaciones entre enamorados encuadradas en gran plano general o desde una larga distancia) y un cuidado diseño sonoro (el tráfico o los sonidos de la naturaleza, así como la permanente narración en off, opacan a veces los diálogos de los personajes) contribuyen a que el aparato formal siempre fascine, elevando sobremanera la narración y apuntalando un tono lírico y sentido.
También es cierto que, si bien la paciencia del espectador contribuye a que el contenido hechizo alegre, futbolero y fílmico de Koberidze impregne, su metraje bien podría haberse apurado unos cuantos minutos. Parte de su identidad se encuentra en la flexibilidad narrativa, lo cual implica también una cierta aleatoriedad en los sucesos que conllevan una pequeña desconexión emocional con los viajes individuales de cada personaje retratado. En su léxico audiovisual es sin duda una propuesta deslumbrante, pero para que la jugada fuese un todo plenamente magistral habría precisado de un relato mas definido y de un núcleo emocional mas apuntalado.
A falta de despejar las grandes incógnitas que este 2022 aún está por dejarnos, enero ya nos deja una notable película a la que regresar en ¿Qué vemos cuando miramos al cielo?, y en la que perdernos por donde quiera llevarnos. Un trabajo insólito que descolocará a muchos espectadores, pero que reivindica la capacidad del cine de seguir sorprendiéndonos 126 años después.
Néstor Juez