En este curso 2024-2025 heredo el puesto de Editor de Cinema Ad Hoc, además de seguir colaborando en ella. En esta ocasión, escribo sobre una de las propuestas más esperadas de las navidades: Nosferatu de Robert Eggers. Disfrutadla:
Adicción a la luz de la luna
La fuerza del mito trasciende las décadas y los formatos, y más de un siglo después la sombra del legendario conde transilvano sediento de sangre nos sigue acechando. El simbolismo sexual y la seducción iconográfica del vampiro y su universo tenebroso han experimentado múltiples re-interpretaciones y aproximaciones desde dispares puntos de vista, pero aún así sigue manteniendo magnetismo y misterio el texto fundacional de Bram Stoker. El cine se nutre y abastece de remakes desde sus primeros pasos, y a pocos días del cierre del año todavía estaba marcado en el calendario de muchos cinéfilos el más anómalo de los estrenos navideños: el 25 de diciembre los espectadores podrán aplacar la digestión de la copiosa comida acudiendo a la sala a ver Nosferatu, dirigida por el ensalzado Robert Eggers y con un reparto conformado por Lily-Rose Depp, Bill Skarsgård, Nicholas Hoult, Aaron Taylor-Johnson y Willem Dafoe.
Obra a la que será inevitable comparar con los tótems cinematográficos homónimos de Friedrich Wilhelm Murnau o Werner Herzog, así como con el Drácula de Coppola, y antes de sacar el bisturí para entrar mas en detalle cabe indicar que la película logra imprimir al mito su sello propio. Ratonera de densa atmósfera y abrasiva carga estética donde la cohesión dramática con el trasfondo no llega a producirse con armonía, pero que ofrece los suficientes elementos sensoriales como para garantizar a todo espectador curioso y abierto al desconcierto inquietante una experiencia de proyección embriagadora.
El aspecto más poderoso del cuento gótico de Eggers es su virtuoso acabado plástico: su fotografía entra rauda por lo ojos, ofreciendo un filme que, sin estar grabado en blanco y negro, lo parece. Y lo consigue gracias a la ingente cantidad de escenas con esa paleta de colores gracias a la nieve, los vestidos blancos o los reflejos de la luz de la luna en tantas escenas nocturnas. Sus imágenes, al menos en una primera instancia, acuñan una capacidad de impacto elevada a la altura de la épica que exige esta fantasía, que cuando no apuesta por la noche se declina por el mar y sus reflexión, el fuego, las pústulas o las ratas. El trabajo de diseño de producción, ejemplar en su ambientación histórica, complementa la identidad visual de un universo que transpira.
Como en otras iteraciones vampíricas previas, la carga de sexualidad a flor de piel que se apodera de Ellen en sus estremecedoras posesiones nocturnas imbuye de magnetismo onírico las secuencias mas perversas de la influencia sobrenatural de Nosferatu. A su vez, compacta en angustia las secuencias de transición narrativa. La lírica, afectada y sobrecogida partitura de Robin Carolan aderezan la subtrama de una Lily-Rose Depp no siempre presente en metraje pero omnipresente en atmósfera, erizada en deseo y angustiada en su solitaria e incomprendida situación, dejada de lado por su entorno cotidiano y recluida y negada cuando su monstruosa naturaleza devoradora la doblega. El mejor personaje de la película eleva el filme cada vez que se interpone.
Pese a la violencia, los estallidos, la perversión o los maleficios, las secuencias más evocadoras del filme son aquellas donde se opta por la dependencia romántica entre Ellen y el Conde Orlok. La conexión entre ambos encandila cuando se apuesta por el terror como tono predominante, pero más aún cuando se opta por una sensibilidad trágica conmovedora, en particular en el notable clímax. Un logro aún más sorprendente dado el estremecedor y novedoso aspecto físico del Orlok interpretado por Skarsgård, con ecos a la mitología del personaje pero más pútrido y turbio que solemne, hábilmente escondido en la campaña de marketing. El conde es rudo, monstruoso, y teje a su alrededor una viciada atmósfera de muerte y maldición. Es sabido el mimo de Eggers retratando la rudeza, dialectos, fisonomías y conductas de las etnias de sus ficciones, y su Nosferatu no desluce en este sentido.
Si bien Lily-Rose Depp dispone de espacio y atención para lucirse, el resto del reparto se supedita al rumbo del relato sin posibilidad de crecer o explotar. Meras carcasas de funcionalidad narrativa, encorsetados a las autoritarias formas de la película. Pese a su extenso metraje la narración es la misma de siempre, respetando escrupulosamente cada etapa y sin desviarse de ninguna de ellas ni ofrecer nada nuevo a la conversación. La cadencia del filme es anquilosada y, sin embargo, todo sucede de manera atropellada, sin reposar a nivel dramático. Y, sobretodo, la química y sinergia entre el grueso de los personajes es inexistente.
Un siglo después de la obra maestra fundacional de Murnau resulta cuando menos inesperado que se opte por un enfoque tan literal y una mirada tan ajena a nuevas interpretaciones para recuperar al rey de los no-muertos, representando la masculinidad desde unos registros tan ajenos a sensibilidades contemporáneas como si en el Siglo XIX nos encontrásemos. Los guiños a Murnau son claros, incluso los ecos a Coppola en las dialécticas del conde o a Herzog en la densidad y el pánico de la peste (con pinzas esta), y ni sus momentos mas eficaces logra una secuencia tan icónica o reveladora como las de aquellas. Obra tan apabullante en su fachada como mas simple en su recorrido, mucho menos sutil y más fiel a la idea de abrumar desde el ruido, puro aullido y estridencia entre la suciedad y la carne despedazada.
Espectral, apelmazada y enfermiza, el Nosferatu de Eggers aqueja claras deficiencias en tempo y en la riqueza semántica de su andamiaje expresivo, mas preserva los rasgos estilísticos de interés de su realizador como para hacer el deleite de estetas y jóvenes espectadores. Sin duda el Nosferatu más endeble de entre los que hemos podido contemplar, pero con la suficiente entidad como para destacar entre la ambivalente cosecha del curso.
Néstor Juez