Durante el primer fin de semana de marzo, cómo bien sabrán mis lectores, pude disfrutar un año más de la Muestra Syfy de Cine Fantástico. Pero por vez primera en mucho tiempo apenas pude ver un puñado de películas, y dejé pasar una amplia mayoría de la programación. Una de las que dejé pasar fue la producción fantástica de terror británico-irlandesa No soy un asesino en serie, dirigida por Billy O´Brien, la cual parece ser que satisfizo sobremanera a aquellos amigos que pudieron verla. Como mencioné en mi cobertura informativa, la dejé apuntada, pero finalmente he podido visionarla mucho antes de lo que imaginaba. Era consciente de que el sofá del hogar nunca será lo mismo que el ambiente chistoso del Syfy, pero un aprecio por el género que ha crecido con los años me hacía ser optimista. Y finalmente, aseguro que la que nos ocupa fue una de las películas nobles de la última muestra, pero eso no evitó que me sintiera decepcionado. Pues si bien el producto supone un ejercicio refrescante para el fantástico a nivel narrativo, resulta en todos sus frentes una medianía de película.
John Cleaver (Max Records) es un adolescente estadounidense que ha sido diagnosticado como sociópata con tendencias homicidas. Retiene estos indicios a través de una serie de normas de comportamiento, tiene un amigo en el colegio y ayuda a su madre y tía en la morgue del pueblo, entre otros. Sin embargo, no abandona nunca su interés por el cuerpo humano y sus órganos. Todo se mantendrá bajo un incómodo control emocional hasta que aparezca un asesino en serie en el vecindario. Inquieto porque no haya sido él, John investigará de manera autodidacta y descubrirá, para su asombro, que el responsable es su venerable vecino y amigo Crowley (un estupendo Christopher Lloyd). Una de las personas más conocidas y con las que mejor relación guarda de siempre, que esconde un sobrenatural misterio tras su necesidad de asesinatos sanguinarios y hurto de órganos. Una película de asesinos en serie con roles difusos, divagando sobre el autismo juvenil y jugueteando en el proceso con el fantástico. Una película, en sus formas, eminentemente indie. Una película que halla en sus nevados escenarios y en los desangelados hogares de esta gente humilde pero familiar y vital su mayor acierto (la fotografía de Robbie Ryan se muestra fina en ese sentido), junto con por supuesto la descripción de su protagonista, héroe que establece con su ajado antagonista una curiosa dialéctica de semejanzas y mucha diferencias, dónde nunca queda claro cuál es realmente el malvado, y quien es la víctima. Su ingeniosa manera de encuadrar las viscosas carnes y vísceras y las desagradables conexiones visuales que se hacen entre las inclinaciones homicidas y el pollo asado crean un clima malsano y tenso que al filme le va como un guante. Un filme que acomete su relato con honestidad y sencillez, y eso siempre se agradece.
Si el elemento fantástico es novedoso, el modo en que es revelado lo reduce a mero apunte anecdótico, y de idéntico manera el estudio sobre el autismo queda desaprovechado, reducido al retrato de un niño curioso y repelente. Una vez se plantea la investigación, su desarrollo queda en la rutina, y su ritmo narrativo no contribuyen a hacer la experiencia excitante, que apenas deja en gamberros jugueteos sus contactos con la carne. Todo elemento está en su sitio y no desentona, pero el conjunto exige mayor fuerza en todos sus flancos,manifestándose visualmente de una manera un tanto lánguida, inclusive en su clímax. Una premisa diferente siempre es un elemento agradecido, pero debe ir acompañado de un desarrollo interesante para permanecer en el recuerdo.
En suma, No soy un asesino en serie es una simpática y curiosa propuesta de género que sin duda satisfará a los aficionados, más aún en el contexto de la muestra, pero dejará insatisfecho a todos los demás. 6/10