Este curso he empezado un Máster de crítica cinematográfica organizado por la Escuela ECAM en colaboración con la revista Caimán Cuadernos de Cine. Os dejo un ensayo que nos encargaron en navidades, Las manzanas del paraíso de la cinefilia, con la intención de que estructurásemos una reflexión a partir de la lectura comparada de Las gafas de Parménides de José Luis Guarner, Los gritos y susurros de Guido Aristarco y Arte termita contra arte elefante blanco de Manny Farber. Espero que os guste:
Crítica y cineastas: las manzanas del paraíso de la cinefilia
José Luis Guarner, en su texto Las gafas de Parménides; Guido Aristarco, en Los gritos y susurros; y Manny Farber en Arte termita contra arte elefante blanco tuvieron la lucidez y precisión de indicar, razonar y detallar varios de los errores, vicios, tentaciones, comodidades y praxis inadecuadas en las que incurren con frecuencia las dos ramas profesionales que operan alrededor de la práctica cinematográfica, las dos esferas del séptimo arte que históricamente han estado condenadas a no entenderse pero que en su esencia comparten muchos de sus objetivos e inquietudes: los cineastas y los críticos cinematográficos. Las dos esferas que hacen de su pasión por el cine su modo de vida y que, con el entendimiento adecuado, bien podrían complementarse el uno al otro para hacer avanzar la expresión cinematográfica. Errores y tentaciones que, si bien detectados en 1962 o en 1995, se mantienen vigentes, salvando algunas pequeñas diferencias, en la actualidad.
Como cinéfilo apasionado y crítico incipiente en formación que procura, titubeante, dar pasos hacia delante en la profesión, no puedo evitar sentirme apelado por varias de las líneas de estos textos. Sea o no de manera consciente, he participado de algunos de esos vicios, o bien he podido detectar en críticos de referencia o compañeros algunos de los malos hábitos que bien haríamos en erradicar en pos de un buen ejercicio analítico. Los ejemplos a los que se recurre para ilustrar los argumentos son otros (los más pertinentes en el momento de la redacción de aquellas líneas) pero los comportamientos y actitudes son los mismos. Y en esta traslación de las reflexiones de Guarner, Aristarco y Farber al tiempo presente se encontrará la principal ambición de este modesto texto.
Para poder dotar de calado a la reflexión, procuraré plantearla a título personal. A lo largo de las próximas líneas procuraré enunciar los reflejos y sinergias entre las ideas tratadas por los tres autores y entre vivencias e impresiones de mi recorrido vital como cinéfilo y crítico. La decisión de acompañar mis juicios con ejemplos contemporáneos no procede de una intención de renegar o despojar de relevancia a los maestros, sino de participar activamente de la conversación trasladándola a aquellas aguas en las que navego con más certeza y conocimiento de causa. Todo crítico debe ejercer su función, como bien indicaba Aristarco, de manera sincrónica y diacrónica, y dado que es esencial reconocer y aceptar donde nos encontramos para empezar el camino, reconoceré que soy un crítico eminentemente sincrónico (afortunadamente, mi edad todavía puede excusarme).
En lo que al ejercicio crítico se refiere, Guarner no pudo estar más acertado al señalar como un error la división entre forma y fondo, la separación de temática y estética, la diferenciación entre posturas formalistas y contenutistas. Las grandes obras cinematográficas nunca han podido entenderse desde esta dicotomía, y las películas débiles, fallidas o descompensadas siempre se ampararán en ella para justificar su razón de ser. La técnica siempre ha de ser un medio al servicio del cineasta, que deberá servirse de esta herramienta para poner en escena la realidad a través de sus medios específicos, para construir su discurso audiovisual. Está técnica nunca será un fin en sí mismo, y así debe entenderlo también todo aquel que procure adentrarse a diseccionar el texto cinematográfico. No nos corresponde enunciar las herramientas estéticas de las que dispone el realizador, sino intentar descifrar cuáles eran sus intenciones a la hora de recurrir a ellas, y de qué manera ha logrado sus objetivos expresivos a través de su articulación. No debemos limitarnos a mencionar la preciosista fotografía de Greig Fraser en la Dune de Denis Villeneuve, o la estridente banda sonora de Jonny Greenwood en la Spencer de Pablo Larraín, sino argumentar si es que realmente se ha hecho un uso sofisticado de las mismas para enriquecer de matices atmosféricos, tonales o expresivos sus respectivos discursos dramáticos (como, por ejemplo, si que hacen la contrastada y melancólica fotografía de Christopher Blauvelt en la First cow de Kelly Reichardt, o la delicada y fluida integración de melodías de Schubert o Debussy en Las cosas que decimos, las cosas que hacemos de Emmanuel Mouret). Del mismo modo que, si la trascendencia cultural o social de los temas tratados fuesen suficientes para catalogar un trabajo cinematográfico de gran película, lo serían tanto el Ciudadano Kane de Orson Welles como el Adú de Salvador Calvo. Es por ello que la puesta en escena debe ser el único punto de partida, pues las ideas, los objetivos expresivos y semánticos y las enunciaciones audiovisuales forman parte por igual del pensamiento del autor.
Y para desentrañar estos pensamientos debemos amoldar nuestro sistema de valores al ecosistema que cada filme nos presente, pues cada época, tradición estilística o rasgo genérico exigirá que esperemos de las películas cosas diferentes, y que utilicemos estrategias diferentes para descubrirlas. Ajustar a toda película la misma horma estilística conllevará que algunas películas sean siempre disminuidas o exaltadas por defecto. Si nos asomamos a cualquier discurso cinematográfico con los mismos recursos analíticos que aplicábamos al cine de John Ford o Nicholas Ray, obras de riqueza tan inabarcable como la Malmkrog de Cristi Puiu deben ser entendidas como engendros. Cada autor cimienta su propio estilo, y este bien puede ser ostentoso o bien puede ser sumamente contenido, cuando no directamente esquivo o equívoco. Bien puede encontrarse en la sabiduría para transmitir melancolía a través del gesto de los actores, o en bañar al espectador de esperanza y vitalidad a través de la integración de elementos en el plano durante una panorámica. Le corresponde al crítico intentar detectar estos rasgos, cueste lo que cueste.
Es por ello que el crítico siempre debe estar al servicio de la película y del lector, nunca al revés. Deberá acomodar su texto a las exigencias de dicha producción, no plegar la película a sus intereses particulares. La crítica es el vehículo a partir del cual analizamos, pero no el que debe servirnos para sobre-interpretar. No hay mayor gesto de torpeza que descuidar la observación de un gesto interpretativo clarividente o de una transición abrumadoramente evocadora para intentar forzar discursos simbólicos que seguramente no están ahí. Es pertinente afanarse en interpretar los crípticos caminos narrativos de Angel’s egg de Mamoru Oshii, pero trabajos como la fundacional Matrix de las Hermanas Wachowski (como bien han dejado traslucir ellas mismas años después en entrevistas, o a través de la propia Matrix Resurrections) son más transparentes (lo cual dista de ser un juicio despectivo) de lo que muchos se empeñan en creer.
Ya desde su primer párrafo, Aristarco advirtió tanto a sus lectores como a aquellos críticos del mañana de despojarse del arsenal de ideas corrientes y lugares comunes a la hora de llevar a cabo su ejercicio. Debemos abstraernos de las tendencias de opinión de nuestros compañeros en pases de prensa, clases o festivales, y considerar pero no dejarnos dirigir por la tradición periodística que se ha estructurado alrededor de la obra fílmica de un autor concreto. Debemos aproximar cada trabajo como una pieza única en sí misma y con la mirada mas simple posible. Que Magia a la luz de la luna o Un día de lluvia en Nueva York (ambos títulos con una factura fotográfica ciertamente estimable) fuesen películas perezosas, o que Historia de un beso o Tiovivo c. 1950 fuesen películas acartonadas, no implica que Rifkin’s festival sea una película perezosa por defecto, o que El crack cero no pueda huir del destino de ser considerada una película acartonada.
Una idea con la que no puedo estar mas de acuerdo, si bien llevarla a cabo es una misión prácticamente utópica, es aquella de que el crítico debe conocerlo todo, saberlo todo, haber leído y visto todo. Para poder pensar las películas con sagacidad, acierto, precisión y claridad es necesario disponer de conocimientos, bagaje cultural y recursos experienciales. No será sino conociendo bien la realidad y los resortes de la sociedad en la que vivimos para poder detectar y analizar los recursos de los relatos cinematográficos que emanan de dicha sociedad. Evidentemente estar al corriente de todo es físicamente imposible, pero el hambre y la intención siempre debe estar ahí. El crítico, como bien se desarrolla más adelante, debe aproximarse a la crítica desde enfoques pluridisciplinares, enriqueciendo al máximo sus reflexiones mediante su sello personal. Si perdemos las ganas de aprender y el ansia por seguir siendo sorprendidos por el arte cinematográfico, difícilmente sabremos reconocer las nuevas formas reveladoras cuando las tengamos delante. Y aquí encontramos otra de las conexiones entre los críticos y cineastas. Pues, como bien pregonaba Werner Herzog en sus cursos online para la empresa Masterclass, si deseas ser un buen director, debes de leer, leer y leer. Si no lees, nunca harás una buena película.
No hay estrategia más peligrosa y reduccionista que la de aplicar etiquetas, y que al hacerlo incurramos en la tentación de no diferenciar en la jerarquía de valores. Sincrónicamente debemos saber reconocer el talento en realizadores contemporáneos, pero diacrónicamente debemos distinguir en todo momento entre los maestros, los aprendices y los artesanos. Debemos amar tanto como admirar, saber detectar porque sucede una cosa en lugar de la otra y diferenciar cuando nos fascinamos por una obra de menor calado o cuando no caemos presa del hechizo de una película que, tras varios análisis, resulta incuestionable. Que servidor sienta filiación por James Wan, S. Craig Zahler o Steven Soderbergh no significa que merezcan la misma consideración que Abel Ferrara, Nanni Moretti o Stanley Kubrick, por poner algunos ejemplos representativos. Admirar y amar no debe ser lo mismo, y los buenos juicios críticos superarán cualquier contexto cultural en el que se alumbrarán, acompañando a la película que complementan para los espectadores del mañana. El ilusionado cinéfilo que se acerque en 2024 al Doble Cuerpo de Brian de Palma le será indiferente el recelo que los críticos de 1984 sentían hacia la obra previa del director de Nueva Jersey, o lo poco que esta casase con la agenda política o social de aquellos años. Tan sólo buscará que le ayudemos a dilucidar si se encuentra o no ante un largometraje valioso. Y será ahí donde debamos estar a la altura.
Como nuevos críticos, tanto debemos construir un estilo propio como aceptar y reconocer aquellos referentes que nos han marcado el camino. Renegar de aquellos pensadores e investigadores que nos han precedido, así como dar por superados sus discursos, bien por el nuevo sino de los tiempos o por la veterana edad de los mismos, es de una necedad manifiesta. El discurso crítico se edifica sobre la tradición que lo precede, y con ella conversa para alcanzar nuevas conclusiones que darán respuestas a los desafíos culturales del mañana. No llego a ningún sitio si no reconozco que Jesús González Requena, Diego Salgado, Víctor Esquirol o Aaron Rodríguez Serrano han delimitado mi manera de escribir, cómo sería absurdo a su vez que Todd Haynes renegase de la influencia que Douglas Sirk ha ejercido sobre él para crear películas como Lejos del cielo o Carol (a su vez, sería extraño, una vez vista Deseando amar, que Wong Kar-Wai negase del impacto estético que el Breve encuentro de David Lean tuvo sobre él).
La crítica debe ser comprometida y honesta y, por lo tanto, política. La parcialidad y subjetividad del crítico es poco más que una obligación, pues sólo así evitaremos convertirnos en una herramienta de marketing o en un servicio parametrizable que prescriba a los clientes de tal o cual plataforma o distribuidora. Dicho lo cual, tanto como una película puede ser reprobable por su posicionamiento ético o moral, tampoco debemos desechar aquellas que no casen con nuestras preferencias ideológicas. Si la manera de exponer las ideas y desarrollarlas en discursos visuales es pobre, la película no deberá contar con nuestro beneplácito. Si fuese el caso, tan sólo quedaría pregonar como grandes películas títulos deficitarios como la Una joven prometedora de Emerald Fennell o No mires arriba de Adam Mckay, y denostar obras maestras tan fundamentales para la Historia del cine como El nacimiento de una nación de David Wark Griffith o El triunfo de la voluntad de Leni Riefenstahl.
El cine es una industria, pero cuando se manifiesta en su versión más inspirada, está a la altura de las artes mas nobles. Las grandes películas merecen la misma consideración que las grandes obras de arte. Y para lograr esta aceptación, no basta con indicar esta gracia presente en la obra de muchos cineastas, sino saber explicar con nuestras palabras cómo se sirve del tiempo, el espacio, la materia, los sonidos, las personas, las palabras o las acciones para expresar esa gracia en una película. No viene dada por favor divino, se consigue gracias al trabajo, la depuración y decisiones conscientes.
Manny Farber expone con detalle como algunos cineastas se sitúan a sí mismos entre la espada y la pared al obsesionarse por hacer de cada trabajo suyo una obra maestra. Como, para conseguir esta consideración de trabajo mayor, debe acomodarse a unos rasgos narrativos o estilísticos muy marcados e incluso restrictivos. Como, para alcanzar esa excelencia, no pueden permitir que ninguna arista de la película escape a su rígido control. Películas que no pueden estar descompensadas, que no pueden permitirse ser irregulares. Que en ese afán por jactarse de su perfección pierden, en el proceso, la pasión, deviniendo fastuosos navíos vacíos. Son estas las que da en llamar películas de arte elefante blanco. Y la actualidad cinematográfica está llena de estas obras de tediosa perfección.
El arte en mayúsculas vuela libre sin atender a convenciones, trazando en el camino sus propias reglas. No se afanan por el que dirán, sino que dirigen todos sus esfuerzos en transmitir una verdad. En dar carne y hueso, o en este caso imagen y sonido, a aquella revelación que arde. Y en esta obsesión por dar rienda suelta a esta obsesión, no se centran en extender un control omnisciente sobre todas las facetas de la película, sino que optan por la particularización. Más que la expansión vertical, se entregan al desbordamiento horizontal. Son estas películas deslumbrantemente imperfectas, estimulantes películas de arte termita. Películas que alcanzan la maestría picando un área específica hasta hacerla cenizas, logrando unas cotas de expresión cinematográfica tan lúcidas en esa área que bien merece la pena su visionado completo, superando netamente a otras obras presuntuosas de controlada magnificencia. Virtuosismo técnico atrapado por los márgenes definidos del formato cinematográfico frente a desatada libertad que corroe el metraje de esencia hasta los confines últimos del medio de expresión. El oropel brillante que guía al espectador frente a la genialidad desmedida que le conduce hacia vías escondidas.
Las películas termita se verán sorprendidas al ser premiadas, las elefante blanco lo ansían en cada plano. El elefante blanco encandila al público desde el primer visionado, mientras que la termita se engrandece tras un par de visionados exhaustivos y un atento análisis. La una cuenta cómplice con la familiaridad del público, la otra le abre la puerta a desconcertantes nuevos territorios en los que sentirse tan vulnerable como transformado. Es por ello que, a la hora de emprender una nueva aventura cinematográfica, los cineastas se verán más desafiados por el inquietante e hipnótico trabajo atmosférico de Zeros and ones de Abel Ferrara o por el sugerente uso del fuera de campo o el travelling de reencuadre en La hija de Manuel Martín Cuenca que por la tan aparente como agotadora y emocionalmente lánguida maestría de El renacido de Alejandro González Iñárritu o La crónica francesa de Wes Anderson.
En suma, tanto el crítico como el realizador se encontrarán ante sí con un amplio abanico de opciones, decisiones y caminos que tomar a la hora de filmar su película o de escribir su análisis. Será una tentación cómoda y fácil incurrir en algunos hábitos enumerados a lo largo de esta reflexión bien por tendencia, bien por reafirmación de los conocidos, bien por acomodación a convenciones, reglas o lugares comunes que marcan lo que se conoce como obra maestra o como crítica de cabecera. Pero si algo han dilucidado Farber, Aristarco y Guarner es que ni cineastas ni críticos debemos dar nada por sentado, ni conformarnos con el camino sencillo. Debemos replantearnos siempre el estado del medio cinematográfico, emprender nuestro trabajo con pasión y compromiso, y ser tan honestos con nosotros mismos como sinceros con nuestros espectadores o lectores, buscando su deleite pero confiando en su capacidad para interpretar nuestros discursos. Pues cuando pasen los años y nos adentremos en textos críticos y cinematográficos, quedarán siempre evidenciadas nuestras carencias.
No debemos contentarnos con la superficie. En una gran película o crítica, nada será nunca lo que parece.
Néstor Juez