Entre la numerosa oferta del último Cannes, se proyectó fuera de competición el último trabajo de un cineasta catalán desconocido para la taquilla y el público patrio pero con un reducido pero fiel grupo de seguidores entre la crítica internacional en general y la francesa en particular: Albert Serra. Con su quinta y, al parecer, mejor película, ha filmado en francés para retratar con absoluto rigor un hecho histórico: los últimos días de un Luis XIV convaleciente en su lecho hasta que emite el último suspiro, sin abandonar esta premisa con adornos o líneas narrativas añadidas. Una película destinada para hacer las delicias de los críticos más exquisitos y los ámbitos más renegantes de la comercialidad cinematográfica. Lo complejo de la propuesta me hacía acudir a la proyección pero con una evidente curiosidad, más aún teniendo en cuenta el gran aplauso crítico. Y lo que me encontré fue lo que esperaba, pero ejecutado de una manera, aunque interesante, menos jugosa de lo que esperaba. Su fidelidad histórica, realismo, atención a la trivialidad del detalle y lo consecuente que es en todo momento con su rígida propuesta estética y narrativa la hacen genuina e interesante, pero un relato visualmente mortecino y un narrativamente tan inapetente no puede entusiasmarme.
Una tarde de 1715, mientras pasea con sus lacayos por los jardines de Marty, el rey sol Luis XIV siente un terrible dolor en la pierna izquierda, el cual le obliga a volver arrastrado en silla con ruedas. Sus cortesanos le recomiendan guardar cama, pero el testarudo monarca insiste en proseguir con sus tareas en el palacio de Versalles. Cuando feas manchas negras empiezan a aparecer en la pierna, sus fieles de confianza confían en que la pierna no se perderá y buscan todo tipo de remedios para sanar al monarca, pidiendo la opinión de expertos de la facultad de París e incluso a indeseables que ofrecen milagrosos elixires fabricados con semen de toro. Todo ello es en vano, y tras largas semanas de decadencia e inapetencia al rey, incapacitado para abandonar su oscuro camastro durante todo este tiempo, se le gangrena la pierna, deja de comer y finalmente perece. Ni más ni menos. La anécdota histórica recreada con rigor científico y con lujo de realismo. Y no Luis XIV como imponente monarca que lleva a cabo apasionantes gestos en palacio o en la corte: un ajado anciano hecho un despojo en una cama portando ridículas y grandes pelucas. La absoluta desmitifación de la nobleza y la trivialización de lo que es, en última instancia, una lenta muerte dolorosa y autoconsciente. Luis muere, y nosotros morimos un poco con él durante el visionado. La sensación de viaje en el tiempo es plena: diríase que uno de los cortesanos encontró una cámara y la clavó en el primer trípode que encontró. La iluminación de la fotografía de Jonathan Ricquebourg apenas se sustenta en la tenue luz de un puñado de candelabros. La cámara de Serra no abandona el plano fijo, ni tampoco los planos medios y primeros planos, encontrando una única vista paisajística con ventana en primer término como único plano general. La escasa música, salvo en una secuencia desconcertante, es de origen intradiegético. El veterano Jean-Pierre Léaud desempeña con eficiencia el nada fácil papel de un anciano decadente que pierde las ganas de vivir y asiste en primera persona a la podredumbre gradual de su cuerpo. Y los escasos diálogos son ingeniosos y divertidos, reflejando el cinismo que se esconde tras la película camuflado en asfixia y recreación minuciosa.
La claustrofobia se logra, y todas aquellas intencionadas peculiaridades del filme pueden ser interpretadas tanto como virtudes que como defectos. Es una oscura película que en ocasiones cuesta ver, apenas sucede nada de interés más allá de un hombre falleciendo y patanes súbditos que intentan alimentarle y no pueden salvarle. La realización es escueta y en nada excepcional, tal vez por el escaso presupuesto, y el tedio es inmenso. El realismo de sus hieráticos intérpretes y la pausada letanía que marcan los relajos, pájaros y grillos nos obligan a hallar disfrute analizando elementos en los que jamás sería necesario fijarse en cualquier otra película. Caras inexpresivas, personajes hacinados en encuadres reducidos en los que unos se tapan a los otros, charlas burocráticos y un desagradable falleciente mimado. Elementos que no invitan al disfrute.
La muerte de Luis XIV representa un tipo de producto audiovisual que ya no se hace, y su personalidad autoral me hará recordarla, pero la suma de sus partes me hacen pensar que nos hallamos ante el anti-cine. 6/10