Pese a años de perfeccionamiento de una actitud recelosa y crítica ante el taquillazo norteamericano, que los lectores de este blog habrán sabido constatar, rara vez se me escapan los más populares. Y hacia algunas de estas franquicias, pese a sus evidentes problemas, he desarrollado una considerable afición. Si he escrito a menudo sobre mutantes, ha llegado la ocasión de reflexionar sobre la nueva versión de los desarrollados héroes simiescos del clásico original de Franklin J. Schaffner, que con Guerra del planeta de los simios concluye una muy aplaudida trilogía entregada a la gracia y gloria en la interpretación por captura de movimiento de Andy Serkis. Pese a unos personajes antropomorfos flacos disfruté sobremanera con El origen, y si bien hallé El amanecer presa de los peores clichés, su espectacularidad hacia de ella una digna secuela. Pese a una campaña de promoción más silenciosa y un verano abarrotado que le restaba protagonismo, servidor esperaba el cierre al arco dramático de César y compañía con interés y recelo, pues pese a la calidad de la serie la continuación del mismo director y guionistas de la anterior película me hacía preveer que continuarían por un camino narrativo, a mi parecer, menos sugerente. Y una vez degustada en las espectaculares pantallas del Cinemaworld de Leicester Square, afirmo que hallé lo que esperaba y, pese a que posteriores reflexiones cerebrales hunden un tanto el filme, disfruté de una experiencia audiovisual jugosa, que por poco supera a su antecesora. Pese a una trama famélica, una duración arrastrado y un manejo torpe y martilleante del sentimiento y el simbolismo, la excelencia de su ejecución audiovisual y el carisma de sus monescos protagonistas la hacen un digno pasatiempo.
Cinco años después de la insurrección de Koba y del primer enfrentamiento armado entre razas, la guerra entre hombres y simios es ya una cruda realidad. Un líder militar humano llamado Coronel busca a César incesantemente para darle muerte, mientras su comunidad se refugia en el bosque a escondidas del conflicto, dónde se entremezclan facciones y lealtades de raza. En su búsqueda de un paraje seguro para salvar a los suyos, el ya veterano chimpancé se verá las caras en un conflicto personal con un hombre atemorizado por los desoladores efectos secundarios que la mutante gripe simia asola a los miembros de su raza que lo contraen, dispuesto a tomar toda medida necesaria para impedir la extinción y deterioro de la misma. Una vez más hay que descubrirse ante los logros tecnológicos de Weta, que logra insuflar vida a los digitales simios, imbuidos de gestualidad y movimientos gracias al notable trabajo de Terry Notary, Karin Konoval o, sobre todo, un desatado Andy Serkis. El filme logra un tono épico y trascendente apoyado en la competente melodía de Michael Giacchino y una soberbia fotografía de Michael Seresin, que saca rédito a hermosísimos escenarios en un ejercicio de realización muy elegante y medido por parte de Matt Reeves. César sigue un arco dramático de remordimiento, cargo de conciencia y sed de venganza, Mal simio es un fichaje ameno y Maurice se come la pantalla en cada escena en la que participa, siendo para mí la sorpresa del filme. Una película sorprendentemente ultradramática e introspectiva, más atenta a dar clímax sentimental a este conflicto planteado durante la saga que de situarnos en nuevos escenarios. La potencia sensorial del producto prima sobre el resto, y pese a las flaquezas tras su autoconsciente sobreestima, el espectáculo inunda el subconsciente del espectador durante el metraje.
El gran y evidente defecto del filme es que enfoca mucho más esfuerzo en las emociones que en el argumento, que se torna escaso. Se demora durante mucho tiempo, y si los temas tratados son políticamente interesantes, su uso de la simbología cristiana y nazi es tan evidente que resulta cómico. La niña es un personaje fallido, así como los pormenores del plan del villano interpretado por Woody Harrelson, sin necesidad de entrar en las múltiples incongruencias e inconveniencias del guión. Pero lo que más chirría para el cinéfilo que adora el tratamiento sutil de la tragedia es lo taladreante y forzado de muchas escenas dramáticas y conexiones entre personajes, subrayadas por diálogos evidentes y música que indica el impacto que se desea y las emociones que el espectador debe sentir, llevando el efectismo cinematográfico a su vertiente más hiperbólica y gratuita. En una película que pretende contar cosas y muestra su inteligencia en múltiples aspectos, este tratamiento infantil a la audiencia es frustrante.
Ruidosa, burda, fatua y sobrecargada, La guerra del planeta de los simios es un capítulo que existe para ejercer de cierre y que congratulará a los ya convencidos, sin revolucionar sus impresiones ya establecidas. 6,5/10