Gracias a la distribuidora Surtsey films, pude disfrutar de una intensa mañana de cine en el Instituto Francés de Madrid con catering intermedio incluido. Dos proyecciones de cine galo, ambas similares en género narrativo pero muy diferentes en estilo de ejecución y tono emocional. Si bien ninguna se trata de una gran película, la segunda, el dramedia romántico ñoño, insulso y bobalicón de la Rosalie Blum del hijo del fallecido Rappeneau, fue un producto de nivel muy inferior al presentado por el filme de la proyección predecesora. Adaptación de la novela autobiográfica Crónicas del asfalto del propio director Samuel Benchetrit, esta comedia romántica absurda llega a nuestras pantallas dos años después de su fecha de producción. Una película tierna que bebe de Kaurismäki y Andersson en su sencilla dirección artística y sordidez, y que una vez vista lamento que vaya a ser ignorada. Bien es cierto que, tanto en ejecución como argumento y elecciones tonales, este filme es en casi todos los aspectos una medianía, pero su extravagante humor, excéntricos personajes y sencilla bondad hacen de su visionado un momento muy agradable.
Nos hallamos en un edificio humilde y paupérrimo de la periferia de una ciudad francesa, dónde vive una variopinta comunidad de vecinos. El judío Stenkowitz (un estupendo y amoroso Gustave Kervern) vive en el primero y se niega a pagar el ascensor, hasta que un accidente con su bicicleta estática le fuerza temporalmente a ir en silla de ruedas. Tras acudir al hospital para coger comida de las máquinas expendedoras, se enamorará de una amargada enfermera del turno de noche (Valeria Bruni Tedeschi), ante la que mantendrá la farsa de ser un fotógrafo para lograr su interés. Charly (Jules Benchetrit, hijo del director) es un adolescente abandonado que vive en uno de los pisos superiores del edificio y no va a ningún lado sin su bici. Tras ayudar varias veces a la otrora actriz famosa devenida en madura mujer fracasada Jeanne Meyer (una Isabelle Huppert que expresa mejor que nadie la sequedad y la distancia), establecerá con ella una atípica amistad no exenta de tensión sexual. Y por último, el astronauta americano John McKenzie (Michael Pitt) aterrizará por error en la azotea del edificio en su vuelta a la tierra. Hasta que la NASA mande a gente a buscarles, la anciana argelina Hamida (Tassadit Mandi) le hospedará unos días en su piso. Pese a hablar distintos idiomas, llegarán a entenderse y a tratarse con cariño, siendo él su fontanero aficionado e hijo sustituto, que llenará el hueco de su vástago convicto. Seis personajes solitarios y descorazonados, tres relaciones improbables y un cochambroso edificio de telón de fondo. Personajes patetoides, humor torpe y sentimiento triste, desesperanza amorosa. El azar une y da a estos fracasados la compañía que tanto ansiaban, en el escenario más improbable para hallar felicidad. Una película sencilla desde su lenguaje audiovisual, compuesta por planos fijos en su mayoría, conversaciones en casas pobremente decoradas o desangeladas, filmadas con una monocroma fotografía de Pierre Aïm. Las escasas melodías de Raphaël acompañan al silencio y los extraños chirridos del edificio simplemente para subrayar la parte emocional y motivacional del relato. Pero si por algo funciona el filme, más allá de la extravagancia de su argumento, es por su humor absurdo y por sus carismáticos personajes, que establecen sorprendente química entre ellos.
El filme, pese a todo, es barato, y se aprecia la modestia de la producción en unas pobres soluciones visuales en los elementos espaciales y en el pobre traje espacial de Mckenzie. Aunque tampoco fuera necesariamente su intención, nunca llegas a creer el relato en su totalidad, y los personajes resultan entrañables pero la escasa enjundia que en suma presentan todos hace imposible un enamoramiento por nuestra parte más allá de la sonrisa. En su faceta más efectiva, el absurdo hilarante, el filme no aprovecha todo el potencial que atesora en su introducción, abandonándolo por la construcción de unas relaciones sentimentales cotidianas y de predecible desarrollo. Y el argumento queda reducido a seis parejas y un enfoque familiar que, sumado a una propuesta visual competente pero pobre, hacen del filme un producto agradable pero lejano a una valía cuantiosa.
Con respecto a lo que podría haber sido de aprovecharse todo el potencial de los elementos de partida, La comunidad de los corazones rotos queda en término medio, pero logra con creces ser una película muy simpática. 7/10