La cosecha de Sitges es, como cada año, inabarcable, y aquellos que no asistimos vamos consumiendo su programación a lo largo de todo el curso siguiente. Y en muchos casos sin el placer de la sala oscura. Pero el boca a boca es poderoso, más aún en la era digital, y múltiples los medios de visionado, por lo que fue inevitable que llegara a mis oídos la llamativa peculiaridad de la película que nos ocupa: la nueva película de la realizadora Anna Biller, La bruja del amor un thriller de horror que representa una incisiva mirada femenina al inmortal tema del amor y su tratamiento. Una película que visualmente me repelió de primera, pero su premisa narrativa y el tono narrativo de homenaje setentero de cine barato que prometía rodeaba al proyecto de un aura de personalidad genuina y conceptualmente rica. Si las referencias no me fascinaban, mis lectores sabrán que siempre apoyo el cine de género, el cine de circuito independiente y, en suma, las rarezas ajenas a la corriente taquillera principal. Y finalmente me hallé con esta película ultraestetizada a imagen y semejanza del technicolor sobre brujería y la reversión del amor patriarcal. Y si bien el resultado no me fascinó en absoluto en sí mismo, sí supe reconocer y apreciar la interesante reflexión que suscitaba. Pues si bien las interpretaciones, el aspecto visual y el tono narrativo fueron demasiado satíricos en su ofrenda como para que me satisficieran, sus elecciones cromáticas y sus cuestiones temáticas planteados la hacen, pese a todo, curiosa.
Elaine (Samantha Robinson) es una joven mujer veinteañera, que emigra a California para rehacer su vida y dejar atrás la muerte de Jerry, su marido. Tras entrar en una habitación de una casa victoriana administrada por la tranquila Trish (en una relación amorosa con Richard), con la que desarrolla una leve amistad. Instruida por Barbara, decide recuperarse de este asesinato entrando en el mundo de la brujería y, mediante diversos rituales mágicos con mentores y demás miembros de la secta, convertirse en La bruja del amor, una mujer capaz de enamorar a cualquier hombre hasta tal punto que muere por amor. Una historia de pócimas, hechizos, pasión, temor a la brujería y entrega al placer del hombre devenida en perverso instrumento de delirio. Una película que revierte los axiomas machistas heteropatriarcales para una interpretación rigurosa y de dolorosa pureza del amor bucólico de servilismo y entrega física incondicional. Una película que supone un descarado y experimental ejercicio de estilo que recupera un tipo de cine extinto dotándole de nuevos significados en un diferente contexto. Un producto pastel, demodée y ajeno a prácticas del cine de nuestros días, ajena a corsés formales y estructurales y personal y artística en su ejecución e intenciones. Un producto en el que destaca la atmósfera introspectiva, la dirección de Biller, la dirección artística y los tonos carne de la fotografía de M. David Mullen. Su enfoque y punto de vista ajeno al naturalismo y cercano a la parodia expresionista del grabado y el diseño de interiores, el filme funciona en cuanto más abraza la rareza de la iconografía mística y sobrenatural de reminiscencias cercanas a la Edad Media. No presenta un ritmo particularmente trepidante, ni un argumento enfocado a ningún sitio, pero la rareza y lo formalmente trasnochado que ante nosotros sucede es suficiente para entretenernos en un primer visionado.
Si bien el filme funciona como ejercicio de estilo autoconsciente, referencial y respetuoso, le sucede lo que a tantos homenajes: el producto en cuestión raya en calidad con aquellas dudosas obras de las que toma inspiración, dando lugar a un filme muy especial pero al borde del ridículo en cada instante. Las interpretaciones son irrisorias, las líneas de diálogo plúmbeas y sus declamaciones, pírricas. El ritmo lánguido se ve incrementado por el hecho notable de ser esta una diégesis en la que no es posible sumergirse, produciéndose una película que se ve desde fuera, sintiéndose esta como tal constructo de ficción. El estado al que induce es anómalo, sugerente y rico en lecturas de género, pero la película, en suma, no es más que eso: curiosa.
Juguetona, kitsch, preciosista y psicológica, La bruja del amor es una propuesta estéticamente impactante cuyas elecciones tonales dejarán fuera a muchos cinéfilos y espectadores al uso. 6,1/10