Con esta ya son tres las películas visionadas por un servidor de la así denominada de la nueva ola del cine islandés. Las expectativas con respecto a las películas que vengan de este país tienen ganado mi mayor interés, pues disfruté en Corazón gigante de una de las mejores películas del año, encontré en la sobrevalorada El valle de los carneros muchos elementos para el goce cinéfilo, y pese a devenires argumentales trillados disfruté bastante con la entretenida Eidurinn, el retorno a casa de Baltasar Kormákur. La obra presente, estrenada en octubre, venía alabada por una concha de oro en el Festival de San Sebastián y un positivo boca a boca. Mi encuentro con ella era cuestión de tiempo. Y el producto cinematográfico de Rúnar Rúnarsson interrumpió el entusiasmo de la racha islandesa. Puesto que sin duda hablamos de un filme merecedor de aprecio. Principalmente, gracias a su destreza en la ejecución formal. Y un tono narrativo difícil pero coherente y denso en su contención, pero el desarrollo argumental del parco guión ofrece poco dónde morder más allá de narrar aquello que ya hemos visto mejor contado en tantos otros filmes.
El joven adolescente de Ari, forzado por los designios de su madre, abandona su lado en Reikiavik para mudarse a regañadientes a la casa de su padre en los desangelados fiordos del oeste campestre. Una vez allí se halla en un ambiente hostil, dónde un padre tendiente a las borracheras y unos amigos agresivos y/o celosos de que les sustraiga la novia pondrán las cosas muy difícil para el asueto. Forzado por la situación, el retraído jovenzuelo madurará a pasos forzados, buscando su lugar en esta sórdida aldea y buscando su propio espacio para la felicidad y el cariño en este océano de aislamiento y frialdad. La enésima historia de entrada en la madurez, de paso a la edad adulta a través de una adolescencia conflictiva. El inicio en el amor y la forja de la personalidad propia e independiente. Un relato familiar de presencia predominante en el cine que ha dado lugar a grandes obras. Y en esta ocasión no faltan varios de los elementos para hacer del filme un drama de peso. Los intérpretes dotan a sus personajes de hondura dramática y carga de verdad. La melodía de Kjartan Sveinsson, aunque escasa, aporta al filme leves pero saludables matices melodramáticos. Pero sobre todo el filme se puede disfrutar gracias a la preciosa fotografía de Sophia Olsson, que como en las películas previamente mencionadas saca un rédito narrativo alto a los espectaculares paisajes de la orografía islandesa gracias a amplios encuadres de medida composición que respiran más allá de la acción que en ellos sucede. Un clima y escenario que cumple una función no sólo paisajística, erigiéndose en un personaje más, intimidatorio e insondable.
Pese a una acertada escena de iniciación a la sexualidad, el devenir de los hechos no puede ser más predecible. El hieratismo de los personajes, pese a su coherencia cultural, no contribuye a nuestra implicación con Ari y compañía, cuya vida sumida en la trivialidad de lo cotidiano no destaca ni por realización, ni por carisma o simpatía, ni por innovación argumental alguna. Poco sucede, y el calado de esto es escaso, inclusive rutinario. Tierno, pero por eso mismo, bisoño, y estereotípico desde los parámetros del género.
Gorriones, título metafórico representado en el filme de manera literal, ofrece un visionado provechoso, gracias principalmente al juego que dan los escenarios de Islandia. Pero galardones de prestigio y tamaño aplauso crítico se antojan exagerados para una película tan mediana. 6/10