Cómo bien se pudo comprobar en la última edición de los Premios Óscar, durante la temporada 2016 la tendencia preponderante en el audiovisual americano de prestigio fue el cine racial. Desde la triunfadora Luz de luna a la excelente Loving o la tibia Vallas, quedó claro que la Academia tenía cargo de conciencia y sentimiento de cuenta pendiente. Antes de cierto escándalo sexual, que la alejó de toda opción, pisaba fuerte para la temporada de premios la ganadora de Sundance del 2016: el debut en la dirección y guión del actor Nate Parker El nacimiento de una nación, que pese a su nombre no es un remake del clásico homónimo de Griffith. Una película que, ya desde sus materiales promocionales y su sinopsis, captó inmediatamente mi atención. La apretada oferta del primer trimestre y un boca a boca no demasiado halagüeño provocaron que mi encuentro con la película se produjese con demora. Y estoy satisfecho de haber visionado esta película, que pese a sus carencias agradome mucho más de lo que auguraban los presagios. Pese a cierta tosquedad tonal y frialdad en el desarrollo argumental, la carga dramática del mismo y sus notorios logros formales hicieron del visionado una experiencia gozosa.
En la Virginia de 1831, treinta años antes de la Guerra de Secesión, conocemos a Nat Turner (Nate Parker, omnipresente en varios departamentos de la película), un muchacho con tres protuberancias al que el chamán de la tribu profetiza un futuro de leyenda y liderazgo por estar marcado de esta manera. Durante su madurez como esclavo de una plantación de algodón, su dueño Samuel Turner (un competente Armie Hammer) decide aprovechar su experiencia como predicador y único negro de su entorno con capacidad para leer para obtener unos ingresos de sus sermones eclesiásticos ante los diferentes esclavos negros de la región, exigidos de aleccionamiento y mano dura por sus crueles amos. Asistiendo durante su trayecto a las penurias de sus congéneres y su injusta infelicidad, interpreta la ambigüedad de los textos sagrados como mandato de enaltecimiento, y se erige en líder de una sangrienta rebelión que lucha en pos de la libertad de los suyos. Un drama expresionista de mártires y héroes, de víctimas y tiranos. Un alegato a la libertad y la lucha, una penitencia en vida concluida con una violenta expresión de energía para zafarse del yugo y las cadenas. Un joven al que seguimos desde su infancia y al que acompañamos en un recorrido de obstáculos en pos de una vida digna, en la que asistimos con él al infierno vital de sus amigos y seres queridos. Un relato fuerte, visceral y poético. De inicio, destaca la excelente fotografía de Elliot Davis, que adereza durante un metraje sin bajones de ritmo ni velocidades disparejas con no pocas composiciones de magnético impacto pictórico. Y si bien la partitura de Henry Jackman raya en la mera solvencia, la elección de los temas musicales carga a no pocas escenas de una innegable hondura sensorial. Y el argumento, tan real como la lluvia o la hierba y tristemente reciente y parcialmente vigente, logra implicarnos sin problema en la cruzada de Nat y el resto de esclavos. La sequedad de su exposición narrativa junto con la violencia de sus hechos y la estética de su punto de vista ofrecen sobrados razones para sumergirse en la diégesis.
Dado que sus referentes y obras hermanas saltan a la vista inclusive desde la cercanía temporal, son inevitables las comparaciones con las mismas. Y en todas ellas, sobre todo con la soberbia y muy similar 12 años de esclavitud, pierde en todos los parámetros. Sus escenarios se sienten una sucesión de lugares comunes dentro del subgénero, así cómo lo que sucede en ellos, y el contenido textual está falto de la intensidad del formal, y los sentimientos de sus personajes se nos muestran fríos, faltos de verdad. Su apuesta por la simbología visual y la poética la tornan, además, burda en sus intenciones, y tosca en su manera de filmar la violencia. Pero son todo ello males menores que la impiden ser una gran película, que no una muy estimable.
Manierista y colérica, el debut de Parker es un drama físico visualmente poético y suculento, pese a su pálido argumento y su condición de producto primo de otras propuestas ya vistas y deudor de unas formas ya familiares. 7/10