Casi un año después, podríamos afirmar que ya han desfilado por las pantallas españolas casi todas las grandes obras del último Festival de Cannes. Y una de las propuestas que más entusiasmó entre la crítica especializada que allí asistió (cuyas opiniones deben entenderse en su contexto intelectual, no olvidemos que despreciaron grandes películas como La doncella o El demonio de Neón) fue la brasileña Doña Clara, de Kleber Mendonça Filho. Cuando se estrenó, su argumento y apariencia escasamente comercial la convirtieron para mí en una prioridad en mi listado de visitas a la sala de cine, temiendo una breve carrera en pantallas a la que no pudiese adaptarse el presumible desinterés de mis amistades. Por ello aposté por el visionado en soledad, amargo pero por costumbre útil, pues sabía que esta película merecía la pena. Y esta sensación se cumplió, pero desde la perspectiva que los aplausos de la crítica más resabiada me hacían presumir. Pues si bien nos referimos a una película objetivamente notable y muy curiosa e interesante tanto desde su puesta en escena como desde su trasfondo textual, no presenta la potencia emocional o audiovisual necesaria para llegar a ser una gran película.
Clara es una mujer fuerte e independiente, crítica musical y amante de la vida y la pasión. La conocemos por primera vez en 1980 en el cumpleaños de su tía, apenas madre y saliente de un duro cáncer de mama. Años después, en nuestros días, una hexagenaria y Viuda Clara vive sola en aquel mismo apartamento del edificio Aquarius, en plena línea de playa.El suyo es el único apartamento que sigue habitado, pues una importante empresa inmobiliaria ha comprado el resto de apartamentos en su deseo de demoler el edificio para construir un nuevo complejo grande y moderno. Independiente, testaruda, segura y volcánica, la veterana y crepuscular Clara mantendrá en solitario una dura lucha contra los burócratas y la opinión de sus cercanos, convencida en la importancia de mantener los vínculos emocionales que le unen a ese señero apartamento, que respira a historia y pasado familiar. Un retrato ácido de una dura situación social del Brasil de hoy a través del estudio de un personaje grande y vivo. Una fotografía en movimiento de un escenario concreto que representa muy bien un sentir generacional y, como bien vemos en su flashbacks, capsula la vitalidad de una época que ya pasó y a cuyos vestigios se aferra Clara. Un mosaico de una era de vitalidad juvenil y entusiasmo cultural que afrontan la llegada de la senilidad poniendo a todo volumen sus viejos vinilos y devorando yogurines. La dirección artística y ambientación son excelentes, sacando usos muy expresivos a las músicas brasileñas e internacionales ochenteras, y la fotografía de Pedro Sotero y Fabricio Tadeu sustentados en largas tomas en movimientos que aunan operación manual y zoom mecánico dotan al film de dinamismo, cuyo guión de Mendonça Filho llena de humor y veladas críticas al sistema, que fagocita al individuo seguro de sí mismo y ajenos a los mandatos de la masa y del capital. Sonia Braga está, por supuesto, estupenda cómo la entrañable y apasionante a la par que antipática Clara, tan acertada en sus razones como agresiva y cabezota en sus métodos. Ajena a correcciones políticas propias del cine de autor y normas academicistas de realización, la narración respira realidad e inteligencia, poniendo su incisiva mirada en elementos ignorados pero fundamentales de nuestra cotidianidad social y cultural.
Con el fin de ahondar en el personaje protagónico de Braga, el resto de amigos y familiares de la mujer quedan desfigurados, tal vez a excepción de la criada Aljane y el villano ejecutivo Diego, que bien reciben estimulantes escenas para su desarrollo y bien quedan aparcados durante el resto del metraje. Su estética y aspecto visual son competentes e interesantes, pero tampoco excelentes ni seductores. Y una vez se plantea el conflicto principal tras introducir a Clara, si bien sigue un desarrollo interesante, entra en una estructura común y homogénea que no conduce a un mantenimiento apasionado de la tensa pulsión escópica. Pues la película ofrece mucho para el análisis del sociólogo, el historiador y el estudioso, pero deja una habitación escueta para el goce del cinéfilo.
Cine de autor completo y reflexivo, Doña Clara es un recomendable ejercicio de interpretación y crítica social, pero aqueja una falta de intensidad icónica en todos sus parámetros. 7/10