Estrenada en el Festival de Cine de San Sebastián del 2015, llego a las pantallas comerciales ibéricas varios meses después la penúltima película del personalísimo realizador británico Terence Davies, vaca sagrada de la crítica a pesar de haber filmado un puñado de obras en treinta años de carrera. Servidor tan sólo había podido disfrutar de The deep blue sea, y siendo una película estimable su inexistente sentido del ritmo pudo conmigo (no le hallé suficientes elementos para compensar la balanza). Acometí el visionado de esta adaptación de la novela de Lewis Grassic Gibbon con reservas, y fui gratamente sorprendido. El filme se compone de 135 minutos que se notan, y nada contrarresta el drama demoledor que deprime desde el inicio, pero el sentimiento que transpira y el excelso gusto con el que la producción está ejecutada acabaron por seducirme.
Chris Guthrie (una frágil Agyness Deyn) es una joven muchacha que vive con sus padres y hermanos en una modesta casa de la campiña escocesa, a principios del siglo pasado. Estudia en la escuela, y alberga esperanzas por llegar a algo en su vida, pero la sociedad que la rodea y su ambiente familiar la retendrán como ama de casa en un paisaje agricultor represivo. Su madre se verá forzado a parir por encima de sus posibilidades por la opresión de su autoritario marido (un siempre imponente Peter Mullan), y cuando quede sola, se verá destinada a contraer nupcias con un apuesto muchacho que la abandonará para batallar en la Gran Guerra. Y todo lo que fuese ilusión y esperanza tornará en encierro e infelicidad. Clasicismo sobrio y elegante, y al estilo de Lady Macbeth, película crítica con el machismo de la Inglaterra tradicional. Cine de campiña y de melodramas hogareños. Tragedias que respiran costumbrismo en los pequeños detalles, que se van descubriendo en su conjunto como elementos más trascendentes que un simple adorno. Y la poética de la narración prevalece por encima de aquello que se nos cuenta. Cuánto más perdura en el espectador aquellas películas que relatan de manera sutil. Un reparto trabajando con empeño y matices hacen mucho, pero es la fotografía de Michael McDonough, el detallado diseño de producción (excelente en la recreación histórica) de Andy Harris, la selección de canciones tradicionales escocesas, el uso de la voz de Chris como narradora omnisciente en tercera persona y, en definitivo, la espectacular realización de Davies, que se destapa como un maestro en el uso de las tomas circulares para cerrar secuencias y abrir otras de una misma vez, así como abandonar a los personajes con la cámara y no al revés, abusando además de las grúa para tomas largas y hermosas en más de una ocasión. En definitiva, un relato triste, pero con la tristeza bien entendida, exhibiendo belleza en la tragedia.
Si bien es cierto que el sufrimiento de los personajes se muestra de manera poderoso, el regodeo en el mismo lo torna cargante, más aún con la escasez de elementos que contrarresten esta sensación. Y si bien media una guerra, la transformación de Ewan (el marido de Chris y padre de su hijo) se siente exagerada y cercana a la caricatura. Si bien cierta escena lejana a la finca de Chris dulcifica al personaje, su encaje anómalo en la estructura narrativa del filme la reducen a un apéndice fuera de contexto, si bien antecede a una de las mejores secuencias de toda la película. Y pocos personajes adquieren el cuerpo o la presencia de los dos que ocupan la imagen superior. Sólo ese precioso paisaje, en el que se funden sus desafortunados habitantes, inunda la diégesis.
Depresiva, detallista y grácil, Terence Davies nos recuerda el talento que atesora y prueba que, en el séptimo arte, todo se tolera con un buen narrador, y si bien nos hace pasar por dos horas densos de pequeño martirio, la suma de las partes merece la pena cuando empiezan a desfilar los créditos finales. 8/10