En estos tiempos de hiper-competitivad económica del inmenso escaparate del cine contemporáneo, el músico y cineasta de terror Rob Zombie se vio forzado a recurrir al micromecenazgo para financiar su última película. Proyecto en el que, tras la notable The lords of Salem, retornaba a obsesiones temáticas e iconográficas del pasado y recuperaba un enfoque genérico más brutal y sanguinario. Una excusa argumental nimia para abrazar sin prejuicios el imaginario que le turba: la perversión de los payasos y de las imágenes de índole religiosa. Una revisitación entendida desde la liquidez posmoderno y el cinismo del autor que recurre a ellos en modo de homenaje. Un ejercicio de horror y persecución sucio y directo, breve pero intenso, sencillo en concepción y ejecución. Y los resultados son agridulces, pues si bien toda la película transpira una atmósfera perversa muy lograda y el equipo técnico maneja con eficiencia la tensión narrativa y el encuadre de la imaginería nazi y punk, su pobreza argumental, escasez de metraje y falta de medios se terminan volviendo en su contra.
Un grupo de artistas circenses viajan en caravana por la desolada estepa del mundo rural americano en busca de pueblos dónde representar su cochambroso espectáculo, durante las fechas de la festividad de Halloween. La noche del 30 de octubre de 1975, caen de lleno en una emboscada engañados con el cebo de unos muñecos de vudú gigantes en un cruce de caminos, y sus captores les encierran en el inmenso recinto industrial cerrado de Murder World, dónde para el regocijo de unos ancianos burgueses caracterizados de aristócratas del siglo XIX (de entre los cuales destaca un inquietante Malcolm Mcdowell), tendrán que jugar al 31, que consiste en mantenerse con vida durante doce horas, en las que una serie de payasos asesinos les irán atacando por intervalos. Conforme pasan las horas el desafío se hará más difícil, sobre todo cuando Doom-Head se ponga manos a la obra. Una historia de gato y ratón donde la presa tendrá que devenir depredador si quiere salvar el pellejo. Una película de seres de cara blanca y edificios revenidos y vacíos de su turbio pasado, dónde la imagen perturba aún siendo crisálida teleñesca. La alegría circense se pervierte con los ecos nacionalsocialistas, y la burla se adereza con cargas a golpe de sierra. Destaca el hábil uso de los objetos, el vestuario y la dirección de arte para incomodar a protagonistas y espectadores. Y en estos tiempos de estilización del horror, siempre resulta entrañable un guiño pícaro a las maneras del género de otros años, a toda una corriente de cine de medianoche hecho con pocos medios pero mucha mala baba, El Doom-Head de Richard Drake bien compensan por sí solos un acercamiento, ofreciendo jugosas escenas cada vez que entra en plano y declama incisivas palabras. El filme abre con un excelente monólogo a cámara, y concluye con un estupendo encuentro en un hermoso escenario. Todo el primer acto del filme funciona con rapidez, y es fácil divertirnos con estos pobres diablos e implicarnos emocionalmente en su odisea. Y un gran villano logrado siempre hace las delicias de la audiencia.
La premisa posee un jugo que no se exprime hasta todas sus posibilidades, y la estructura argumental a la manera de etapas de videojuego se salda con capítulos intermedios muy pobres. Aquellos heads, payasos maníacos menores, se materializan en amenazas asequibles e inclusive chuscas (como cierto acondroplásico latino nazi) de liquidación decepcionante por fácil. E inclusive el imponente Doom-Head no remata la faena como debería ante el personaje de Sheri Moon Zombie por simples razones circunstanciales. Pero el gran problema de 31, además de su escasez, es la puerilidad de su factura, que si bien se solventa con maña en algunas secuencias flaquea irremisiblemente en otras, mal iluminadas, montadas con excesivo frenesí y filmadas con torpe cámara en mano, y decisiones estilísticas que chocan con otros grandes aciertos (el pasafotos de los créditos iniciales), cómo congelados o ralentís.
Película coherente dentro del corpus creativo de un artista con un estilo muy específico, 31 ofrece suficientes elementos de interés para ofrecer una buena ración de terror y escenas de potencia icónica, pero sus flaquezas conllevan que, decepcionados, nos encontremos con una obra muy inferior a su predecesora. 6/10