Si una película está teniendo popularidad y apoyo crítica, no sólo de cara a las estatuillas doradas, sino también de cara a la taquilla y al impacto cultural en general, es el segundo largometraje del precoz realizador Damien Chazelle: el musical romántico La la land. Una carta de presentación que juega como un arma de doble filo, y que en el caso que nos ocupa no podría haber generado en un servidor mayor predisposición negativa. Encontré harto decepcionante Whiplash, su sobrevalorada obra previa, y las películas homenaje al cine clásico tampoco son santo de mi devoción (hallé poco para el regocijo en El artista). Y en la mayoría de los casos, cuando una película es tremendamente popular acostumbran a resultarme burdas o emocionalmente manipuladoras (recuerdo cierto monstruo Bayonil). Pero siempre disfruto con los musicales, y ya sólo el aspecto visual merecía el visionado. Y desde la distancia, puedo concluir que me he dado a mí mismo una lección de humildad, probando que no hay que vender la piel del oso antes de cazarlo. No puedo evitar percatar que el filme es naíf, cursi por momentos y abraza estereotipos en no pocas escenas, pero su excelsa realización y elegante tono narrativo, sutil y de buen gusto, hacen imposible que nos rindamos a sus numerosos encantos.
Tiempos modernos en la idolatrada ciudad de Los Ángeles, cuna de sueños y esperanzas. La entusiasta Mia (una enorme Emma Stone) se arrastra de audición en audición luchando por llegar a ser actriz y abandonar su puesto en la cafetería de los estudios de Hollywood. El solitario Sebastian (un Gosling que ha dado mejores trabajos) es un pianista que deambula de garito en garito con la esperanza de poder encontrar el local ideal para tocar ese jazz que admira, sin tener que ajustarse a programas. Ambos se conocerán y quedarán perdidamente enamorados. Juntos y revueltos lucharán por sacar adelante sus sueños, por mucho sufrimiento y obstáculos a su relación que conlleve. Un homenaje desde el corazón al Hollywood clásico y la era de los musicales de duplas. Una película que reivindica el jazz y canta al amor más puro e ingenuo. Una narración emotiva que apela a la ternura desde un enfoque impresionista que festeja el cine en su vertiente más formalmente exuberante. La fotografía de Linus Sandgren y las composiciones de Justin Hurwitz se aúnan a la vigorosa realización de Chazelle, que prueba de nuevo su habilidad como filmador de música, para brindarnos coreografías altaneras y resueltas (en particular, los numerosos duetos) y secuencias poderosamente expresionistas. A su pictórico uso de luces y colores se une un sorprendentemente efectivo manejo de las pausas y los silencios, sacando rédito artístico a las miradas y a los reflejos o influencias que el escenario ejerce sobre sus actantes. Pero nada funcionaría sin una buena pareja en el núcleo, y Ryan y Emma tienen mucha química juntos y es muy placentero verles yendo al cine, tomando un café, paseando o charlando. Si los personajes no respirasen, no transmitirían ni gramo de alma al danzar.
El devenir narrativo del aspirante fracasado y frustrado que, al no satisfacer las expectativas del ser amado, toma caminos separados para al tiempo reunirse es un peaje narrativo incómodo que una película de este tipo debe pagar y, aunque resuelto con celeridad, no puede impedir mermar la obra. Y algunas secuencias de escapismo de la realidad yerran al echar el freno y derrapan de lleno en lo empalagoso. El desarrollo de la historia no da lugar a la sorpresa, y el humor que acompaña a la ensoñación es simpático pero blando. Y si bien el mensaje de lucha por el ideal es necesario, más allá de sus melodías pegadizos poco sustento queda en el subconsciente para la reflexión una vez concluye la proyección.
Estrenada durante unos meses abarrotados, La la land no es la mejor película del año, ni tan siquiera del mes. Y dentro del género musical no revoluciona el imaginario. Pero para todo aquel dispuesto a sentir en el cine, esta es una experiencia imprescindible. 8/10