El ayudante de realización habitual de ese genio retirado llamado Béla Tarr escogió una temática complicada para debutar en la dirección por cuanto de trillado resulta el objeto de estudio, pero con un enfoque absolutamente nuevo. Su potente dispositivo formal es la principal razón de ser de la película, pero este se complementa fluidamente con un argumento al que le viene al caso una representación así, sustentada en una visión elegante pero dura, estetizada pero sobriamente realista.
Saúl es un judío húngaro que trabaja en un sonderkommando (comandos de trabajo de los campos de concentración constituidos por prisioneros) en Auschwitz, dónde emprende la difícil empresa de dar a un fallecido vástago simbólico un entierro digno. A través de sus pesquisas y acciones vamos conociendo los entresijos del organigrama humano tejido en este escenario de destrucción. Un telón de fondo que cumple tan sólo la función de interactuar con nuestro protagonista, y que sólo conoceremos cuando este pase por delante de él. Con esto me refiero literalmente a «pasar por delante», pues la cámara nunca abandona a Saúl, al que sigue de frente o de espaldas en un cerrado y tambaleante plano medio que pretende ser el punto de vista subjetivo de un ser humano más; el espectador.
Si a ello le añadimos que el formato de la película es el ya denostado 4/3, la película deviene en una mirada asfixiante. Un asfixio en el que cuesta entrar pero que progresivamente va cautivando al espectador, que termina deslumbrado por la sobria narrativa de Nemes. Una narración cruda y realista, sucia y caótica como aquello fue, poblada por gentes frías y desposeídas ya de toda emoción. Y una habilidosa manera de narrar más por lo que se intuye por lo que se ve, sustentando tan limitado espacio de imagen con una minuciosa dirección artística y un prodigioso diseño de sonido.
Sin llegar a ser una obra maestra, El hijo de Saúl es una película notable, y un claro ejemplo de cómo no está todo dicho todavía en el cine de la Segunda Guerra Mundial. La ópera prima del aprendiz Tarriano emerge como necesaria reinvención. 8/10