La última película de Aki Kaurismaki es, ante todo, una película optimista sobre la bondad del hombre frente al hombre por adversas que sean las circunstancias, narrado con las características formales propias del cine del finés, que siempre se ha caracterizado por su austeridad y su ambiente triste y decadente. Los escenarios, muchos de los cuales son decorados de interiores, estaciones de tren o calles con comercios, son enfocados con absoluta cotidianidad e incluso podríamos decir «vulgaridad». Los personajes, aunque bondadosos, se comportan con quietud escandinava, sonriendo y conversando lo estrictamente necesario, retratados en primeros planos de su cara, la cual mira a la cámara con ausencia y sin música alguna de fondo (escasas melodías las que se escuchan en esta película, tan sólo cuando la acción se sitúa en lugares de ambiente) característicos de Kaurismaki y uno de los rasgos formales más interesantes de esta película. La desglamourización o cotidianización de la historia cinematográfica mediante la narración de las vidas de las personas normales retratadas sobriamente es el más destacado valor compositivo de la cinta.
Por lo demás, esta historia de amistad, en la que un truhán limpiazapatos acoge en su seno a un niño nigeriano que busca la libertad en dirección a Londres a escondidas de la justicia es pura y sencilla, y logra arrancar una sonrisa al espectador. Es por ello que resulta necesario para el cine películas agradables pero personales cómo estas. Sin embargo, la primera película no finlandesa de Kaurismaki no deja de ser, al fin y al cabo, una obra menor.